El miedo, esa sombra que acecha en las profundidades de nuestra mente, es un maestro del disfraz. A veces se presenta como una simple preocupación, otras como un terror paralizante.
Ante una amenaza percibida, nuestro cerebro desencadena una cascada de reacciones químicas y fisiológicas que preparan nuestro cuerpo para la lucha o la huida.
La amígdala, esa pequeña región cerebral conocida como el «centro del miedo», envía señales de alerta a todo el organismo, liberando hormonas como la adrenalina y el cortisol. Estas sustancias, aunque vitales para nuestra supervivencia en situaciones de peligro inminente, pueden convertirse en nuestros peores enemigos si la amenaza persiste en el tiempo.
Al igual que un virus que invade nuestro sistema inmunológico, el miedo crónico puede debilitar nuestras defensas psicológicas y fisiológicas, haciéndonos más vulnerables a enfermedades como la ansiedad, la depresión e incluso trastornos cardiovasculares.
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